XIV. Relación entre los hijos de Dios y los hijos del diablo.
“La última
frase del Tratado de la Gracia, de Santo Tomás, dice que todo pasa parecidamente
a los buenos y a los malos en cuanto a la naturaleza misma de los bienes y de los males temporales, pero que todo difiere
en cuanto al uso que hacen los unos y los otros de esos bienes y de esos males” (Charles Journet. Op. Cit. P. 111).
Sin lugar a dudas esta aseveración,
tomada de San Pablo, tiene su origen en la aceptación, por parte de los que están en vías de salvación, del verdadero conocimiento
del bien y del mal (Gn. 2, 16-17; Jn. 1, 12-14; 15, 8-9) que trae la redención de Cristo y, por otra parte, de
la ciencia del bien y del mal del demonio, que empezó a enseñar a los
hombres, como padre de la mentira desde la primera tentación (Gn. 3, 5).
Esta forma de asumir su vida y su destino,
entre unos y otros, tiene una consecuencia en sus relaciones, que es el cumplimiento de un mandato de Dios: la enemistad y
la acechanza.
“Dijo Dios a la serpiente... maldita seas...
enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia,
ellos te aplastarán la cabeza mientras tu acechas su talón” (Gn. 3, 14-15).
En este sentido, conforme con que todo
sirve a los hijos de Dios, ello incluye la acción del demonio y la existencia del mal.
“En tal
asentido el demonio, como afirma san Juan Crisóstomo, puede decirse instrumento y coeficiente perenne de santidad (Cfr.r..
PG 60, 292-293); designio este muy conveniente a la divina economía, que, para gobernar el mundo, sabe utilizar todo, aun
las cosas peores, por cualquier bien. Por otra parte, esta dependencia de la acción maléfica del demonio de la voluntad permisiva
del Señor, entra en el dogma del gobierno universal de Dios sobre el mundo, por lo cual Él “con su providencia... gobierna
todas las cosas que ha creado, llegando con poder de un extremo a otro y disponiendo todo con su bondad” (Concilio Vaticano
I del 1869-1870...” (Corrado Balducci. Op. Cit. Pp. 161-162).
Es precisamente en la acechanza del
demonio y de sus hijos, donde se encuentra el germen de la virtud para los hijos de Dios, y tal acechanza ser alimenta por
la enemistad congénita que se presenta de modo violento, compulsivo e irracional de los primeros en contra de los segundos.
Hasta aquí ha quedado expuesto cómo
es que un sujeto se convierte en hijo del Diablo. Señala San Juan:
“En esto
se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no
ama a su hermano” (1 Jn. 3, 10).
Conviene, sin embargo, recalcar los
elementos sustanciales, que expone Nuestro Señor Jesucristo, cuando enfrenta a los hijos del diablo durante su vida, los cuales
identifican claramente tal filiación.
Los hijos del diablo que señaló Cristo
eran personas incorporadas al poder religiosos de su época (Mc. 14, 1; Jn. 7, 48), quienes habiéndose apropiado del conocimiento
religioso, se contentaban con honrar a Dios de palabra pero no de obra (Mt. 16, 5-12; 23, 14-36, 3-4; 15, 7; Lc. 11, 52).
Se lo apropiaron con el objeto de obtener ganancias de dinero, poder y reconocimiento (Mt. 15, 5).
Tal como el demonio, que se apropió
la expresión de “conocimiento del bien y del mal” para introducir su versión propia y su ciencia,
los escribas, fariseos y doctores de la ley, calificados como raza de víboras e hijos del diablo por Cristo (Mt. 23, 33; Gn.
3, 14-15; Jn. 8, 44; Mt. 14, 6), se posesionaron del conocimiento de la ley (Mt. 15, 5; Jn 7, 19), para convertirse en su
máxima autoridad, y juzgar lo bueno y lo malo conforme a sus intereses (Lc. 11, 52; Mc. 12, 40), esto es, se apropiaron de
la ley de Dios, no para exponerla, sino solamente para apoderarse de su autoridad y utilizarla para exponer su propia ley,
según la cual señalaron como endemoniado y operador del poder del diablo al propio Cristo (Jn. 8, 48).
Esta es la simiente primogénita de
los hijos del diablo y en todas las épocas reproducen tales acciones en contra
de los hijos de Dios, con odio. Su principal imputación es acusar de injusticia, de mentira y de todo lo malo a los justos,
aunque sepan que ellos son los responsables, siempre lo niegan y señalan como culpable al justo. Este es el fruto con el que
se conoce de inmediato a un hijo del diablo. Tratándose de la religión, todo lo que no es conforme con su capricho, será tenido
por venido del demonio, igual las personas.
Retomando las palabras de Cristo, en
el sentido de que los hijos del diablo quieren hacer las obras de su padre, esto es, la mentira y el homicidio, es en ese
orden que urden y realizan complots, para consumar esas obras, en mayor o menor proporción.
Toda mentira, “de buena fe”,
“piadosa”, falso testimonio; tolerancia de la mentira, acuerdo con la mentira de otros, beneficio por la mentira;
toda forma de mentira proviene del demonio, y el que la acepte en cualquier forma es hijo del diablo (Mt. 5, 37). Asimismo,
toda forma de daño al prójimo, es homicidio (Mt. 5, 21-26; 1 Jn. 3, 15) y todo deseo e intención impuras son adulterio (Mt.
5, 27-30).
Esto es lo que quieren cumplir los
hijos del diablo; quieren, esto es, que su voluntad tiene la compulsión para consumar su deseo, y en esto obtienen
el poder de su simiente a través de la obsesión y de la posesión diabólica pasiva, para sumergirse en las profundidades de
su padre, y obtener toda su ciencia del bien y del mal.
El ejercicio de su querer y la satisfacción
de su compulsión, se consuma con el daño en contra del justo. No encuentran mayor satisfacción, ni mayor placer, ni mayor
compensación, que consumar su voluntad en contra del justo, sea cual fuere el tipo de pecado por el que se convirtieron en
hijos del diablo.
La otra vertiente de relación de los
hijos del diablo respecto del justo, es trabajar para convertirlo en una persona
peor que ellos (Mt. 23, 14-15).
Finalmente, los hijos del diablo, conocedores
de la ciencia del bien y del mal del diablo y sus profundidades, se constituyen en jueces de todo y de todos, incluso
de sí mismos (Jn. 12, 4; Apoc. 2, 24; Mt. 26, 14-16; 27, 3-5).
El tipo de relación que establecen
los hijos del diablo con los hijos de Dios se funda en dos extremos: en la vida de este mundo y sus goces (Lc. 6, 24-26) y
en el temor del daño y la muerte (Mt. 10, 28; Sal. 10, 6-8). Con ambas acciones, acechan su talón.
Por su parte, el tipo de conducta de
los hijos de Dios, cuando se establece relación con los hijos del diablo, está bien prescrita y no deja lugar a dudas en todos
los casos.
En principio, el que es hijo de Dios,
se tiene por pecador delante de Dios y de los hombres (Lc.18, 9-14), sin importar
que sean justos o no, porque en su corazón sabe que ningún hombre esta limpio de pecado delante de Dios (Sal. 14, 1-3). También
que en cualquier momento puede ofender a Dios con un pecado, por su debilidad, pero sabe que Cristo ha pagado por todo pecado
(2 Jn. 5, 16-17; 1 Jn. 2, 1-2) y vuelve a Él, porque ha venido por los pecadores arrepentidos (Mt. 9, 13; Lc. 15, 11-32).
De este punto de partida, la relación
del justo con el resto de los hombres se clasifica de la siguiente manera:
1.- Respecto de sí mismo como pecador,
considera a todos mejores que él, incluyendo a los que se tiene certeza que se han entregado al demonio (Mt. 7, 1; 10, 4),
se abstiene de emitir juicio, ya que el juicio es de Dios y tampoco se juzga a sí mismo (Mt. 7, 1-5; 1 Cor. 4, 3) y en correspondencia les presta servicio en todo aquello que es para su bien, principalmente de la salvación
de su alma (Mt. 5, 38-43; 18, 15-18).
2.- Respecto de los que son del
mundo, esto es, que viven conforme a las preocupaciones y gozos de este mundo, sin importarles el Evangelio de Cristo,
el cristiano vive entre ellos, sin ser del mundo, dando testimonio de Cristo con su modo de vida (Jn. 15, 19; 1 Cor. 9-10).
Esto incluye la reprensión (Mt 7,12; Lc 6, 31; Tb 4, 15; Mt. 18, 15-18), ya que todos constituyen al prójimo, en el
acto mismo en que cualquier persona requiera de auxilio y el cristiano tenga la posibilidad,
aunque sea estrecha, de ayudarle (Lc. 10, 29-37). Es respecto de todos estos, que Cristo señala que el cristiano es
la sal de la tierra y la luz del mundo (Mt. 5, 13-16), ante quienes se deben obrar las acciones de manera que tengan razón
para glorificar a Dios.
Cuando estos se han relacionado de
tal manera con el cristiano, que le deban algo o le originen agravios y que por
eso se hacen compañeros, y hermanos, --ya que todos hemos insultado
y cometido agravios en contra de Dios-- es respecto de estos de los que Cristo manda perdonar las deudas, ofensas y agravios
siempre, porque Dios nos ha perdonado más (Mt. 18, 21-35). Cabe señalar que esto último aplica para todos los hombres, independientemente
de la condición que guarden respecto del cristiano y con el preciso acto en que alguno del mundo ha cometido un agravio en
contra del cristiano y/o requiera del perdón, de su parte, se convierte en su hermano al que hay que perdonar y rogar a Dios
que les perdone (Lc. 23, 34).
3.- Respecto de los hermanos,
entendiéndose por tales, primeramente a los niños (Mt. 17, 5-8) y todos sus familiares: hijos, esposo/a, padres, hermanos, y otros familiares; amigos, vecinos y conocidos.
Aplica con mayor fuerza el mandato de amar al prójimo, referido a todos los hombres. Esto es, de brindarles el servicio que en justicia les estamos obligados, con caridad. Esto incluye la reprensión (Mt.
18, 15-20).
4.- Respecto de los hermanos,
considerados como tales los que lo son por su filiación de cristianos por el bautismo (se incluye nuevamente a todos los niños
aunque no estén bautizados), cuando estos hermanos son los hijos, esposo/a, padres, hermanos, y otros familiares, amigos,
vecinos y conocidos, aplica el servicio que estamos obligados en justicia a prestarles con la caridad que Cristo manda, esto
es, “que como yo os he amado, así también vosotros os améis unos a otros” para ser reconocidos como discípulos
suyos (Jn. 13-34).
Es respecto de estos hermanos, que debe guardarse cuidadosamente el quinto mandamiento de la Ley de Dios, hasta los
extremos que enseña Cristo mismo, esto es, que, sin importar el motivo –entiéndase que estamos hablando de los hermanos,
no de los que se dicen hermanos sin serlo, de los que no son hermanos, de los que son enemigos, de los que son persecutores
y de los enemigos, respecto de los cuales, Cristo ha enseñado como debe actuar el cristiano-- no enfadarse contra el hermano,
para evitar ser llevado ante un tribunal menor; mucho menos insultarle, para no ser llevado ante el tribunal superior. En
el caso de que alguno incurra en este tipo de actos, cuando el hermano, tiene algo en contra, es necesario, antes de ir a la iglesia, ponerse en paz con él (Mt.
5, 21-26).
Respecto de esto último, conviene aclarar cuales son los extremos de lo que Cristo ordena. Dice: si “tu hermano tiene algo contra ti”, esto es, el reclamo por
un deber de justicia incumplido o por haber cometido algún agravio en su contra. El límite de esto es la caridad, por tanto,
los reclamos del hermano se convierten en ataques al cristiano que entran en el ejercicio de la virtud, en el momento en que
su causa es la inconformidad con la reprensión (Mt. 18, 15-20) o por no querer participar con ellos en actos en contra
de la ley de Dios (Mt. 10, 37-39).
El caso de la amonestación y la reprensión porque el hermano cometa algo indebido es en cumplimiento de amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Se trata de un deber para el hermano (Mt. 18, 15-20).
Es con respecto de agravios por incumplimientos de deberes de justicia y caridad para con el hermano, cuando aplica
el ponerse en paz con él, no por sus inconformidades porque se sienta agraviado
por que lo hayamos reprendido con justicia y no hayamos querido participar en sus delitos, crímenes, fraudes y violaciones
contra la ley de Dios.
Hay que ponerse en paz con el hermano, sobre todo cuando su reclamo es la reprensión y amonestación fraterna que prescribe
el Señor, porque hemos cometido una falta. Si no lo hacemos, al que estaremos agraviando es al mismo Dios, quien ha asumido
la forma del hermano para darnos tal advertencia.
Aplica en estos dos casos la misma sentencia de ponerse en paz con él, porque en ambas situaciones el hermano se ha
convertido en adversario:
“Ponte a buenas con tu adversario pronto, mientras vas con él por el camino; no sea que te entregue al juez
y el juez al alguacil y te metan a la cárcel. En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues el último céntimo”
(Mt. 5, 21-26).
5.- Respecto de los que diciéndose hermanos, esto es, diciéndose cristianos, y estando bautizados y cumpliendo exteriormente con ritos y celebraciones del cristiano,
permanecen en la mentira, la impureza, avaricia, idolatría, ultraje, borrachera y latrocinio, el cristiano verdadero repudia
la relación con ellos; no les habla siquiera (Mt. 18, 17). Se incluye a hijos, padre, madre, hermanos y otros familiares;
amigos, vecinos y conocidos, porque es mandato de Cristo (Mt. 10, 37). San Pablo aclara este mandato:
“Al escribiros
en mi carta que no os relacionarais con los impuros, no me refería a los impuros de este mundo, en general o a los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así, tendríamos que salir del mundo. ¡No!, os escribí que
no os relacionarais con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con esos, ¡ni
comer! Pues ¿por qué voy a juzgar
yo a los de fuera? ¿No es a los de dentro a los que vosotros juzgáis? A los de fuera Dios los juzgará. ¡Arrojad de entre vosotros
al malvado!” (I Cor. 5, 9-13)
Estas
prescripciones no son contrarias, en el caso de los padres, al cuarto mandamiento de la ley de Dios, en lo referido a la honra
que se les debe, mas que en la mente de quienes, en lugar de cumplir la ley de Dios, se convierten en sus jueces y quieren
conservar afectos que son contrarios a la caridad, por ser contrarios al primer mandamiento de la Ley de Dios (Mt. 5, 29-30;
10, 37).
Aquí
se reitera lo dicho por Cristo respecto de aquellos que quieren amar más a su padre o a su madre, hermanos, hijos, etc, por
encima de lo que Dios manda (Mt. 10, 37-39). Esto es así, por más que muchos, incluso sacerdotes y obispos quieran juntar
los afectos que Cristo ha anatemizado, por no ser dignos de sus discípulos.
El
acto de arrojar de entre los cristianos tanto afectos, como costumbres y separarse o separar a quienes obran de manera contraria
a las enseñanzas de Cristo e incluso vienen a declarar creencias como iluminados por Dios, distintas de las que Cristo por
su Iglesia nos ha revelado, debe aplicarse no solamente por la Iglesia como institución, sino por cada uno de los cristianos.
Esta
separación es saludable para todas las partes, ya que brinda la oportunidad al que ha sido separado, de arrepentirse, y a
los demás de ejercer la caridad de esta manera con el rechazado y para la propia comunidad o grupo de cristianos, ya que los
preserva del error.
El
apóstol San Juan reitera esta separación:
“Todo el que se excede y no permanece en
la doctrina de Cristo, no posee a Dios (...) si alguno viene a vosotros y no es portador de esta doctrina no lo recibáis en casa ni lo saludéis, pues el que le saluda se hace solidario de sus malas obras”
(2 Jn. 9-11)
6- Con respecto de estos que se dicen hermanos pero al mismo tiempo quieren seguir entregados al pecado, el cristiano tiene la posibilidad en algunos casos, de
excomulgarlos. El fundamento se encuentra en aquellas palabras de Cristo a sus discípulos:
“Si tu
hermano comete una falta, ve y repréndele a solas tú con él, si te escucha habrás ganado a tu hermano; si no te escucha, toma
contigo todavía uno o dos, para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallada toda causa. Si los desoye a ellos, díselo
a la Iglesia; y si a la Iglesia desoye, tenlo como gentil y publicano. En verdad
os digo que lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; y lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
También os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi
Padre celestial. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18,
15-20).
La potestad se encuentra
especificada en las palabras: “lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; y lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el cielo” (...) “si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier
cosa, la obtendrán de mi Padre celestial. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”
La excomunión.
Cabe aquí abundar sobre este tema en
particular, que adquiere hoy en día relevancia, en proporción directa de la ignorancia y el olvido en que se le ha colocado,
muchas de las veces por los propios prelados de la Iglesia.
La pena de excomunión tiene
un sentido pastoral, pues protege al Pueblo de Dios y es una de las penas previstas en el derecho de la Iglesia. Se entiende
la censura o pena medicinal por la que se excluye al sujeto de la comunión con la Iglesia Católica.
No existe contradicción entre el mandato
de Cristo de perdonar 70 veces 7 a aquel hermano que busca el perdón (Mt. 18, 22) y
de excomulgar al que se niega a reconocer su error y enmendarlo (Mt. 18, 15-18), ya que se trata de dos cosas distintas
a las que se aplican dos extremos de la caridad, que no requieren de mayor explicación.
Con la excomunión la Iglesia intenta
agotar los medios de reconciliación con el delincuente antes de proceder a la imposición de la pena. El derecho canónico establece
unas medidas de cautela que llevan a agotar los posibles remedios, antes de llegar a la excomunión. Entre ellos, se cuenta
una institución de tanta tradición en el derecho canónico como es la contumacia. De acuerdo con el canon 1347, no se puede
imponer una censura -entre las que se cuenta la excomunión- si no se ha amonestado antes al delincuente al menos una vez para
que cese en su contumacia. Si no cesa en ella, se puede imponer válidamente la censura. Por lo tanto, en ningún caso ocurrirá
que se le impone a un fiel una censura de excomunión sin su conocimiento, y sin que se le haya dado la oportunidad de enmendarse.
Esta institución se aplica plenamente
a la excomunión ferendae sententiae; pero con peculiaridades también se aplica si se trata de una excomunión latae sententiae:
el canon 1324. 1, 1, en combinación con el canon 1324. 3, exime de la pena a
los que sin culpa ignoraba que la ley o el precepto llevan aneja una pena latae sententiae. Ningún fiel, por lo tanto, va
a quedar excomulgado latae sententiae “por sorpresa”, pues para incurrir en delito debe conocer que su conducta
está castigada con excomunión latae sententiae.
Dentro de las censuras, la excomunión
es la pena más grave. De hecho, se suele considerar la pena más grave en la Iglesia, medicinal o no. Por ello, el canon 1318
recomienda al legislador no establecer censuras, especialmente la excomunión, si no es con máxima moderación, y sólo contra
los delitos más graves.
Por la excomunión, el delincuente no
pertenece a la Iglesia. Puesto que los bautizados no pierden su carácter del bautismo ni su condición de bautizados, no se
puede decir que los excomulgados dejen de pertenecer a la Iglesia. Los vínculos de comunión espiritual e invisible no se alteran,
pero se rompen los vínculos extrínsecos de comunión.
En la excomunión ferendae sententiae
para que haya delito, se requiere decreto del Obispo o sentencia judicial (Cfr. canon 1341 y siguientes). En latae sententiae,
no es necesaria la declaración de la legítima autoridad para estar obligado a cumplir la pena (Cfr.r.. canon 1314). Se suele
decir que el juicio lo hace el delincuente con su acto delictivo, por lo tanto, puede quedar en el fuero de la conciencia
del delincuente. La legítima autoridad, sin embargo, puede considerar oportuno declarar la excomunión: por lo tanto, se debe
distinguir entre excomuniones latae sententiae declaradas y no declaradas.
Sanciona aquí delitos sumamente graves:
apostasía, herejía o cisma. (Canon 1364); la violación directa del sacramento de la confesión por un sacerdote (Canon 1388);
el procurar o participar en un aborto o la cooperación necesaria para que un aborto se lleve a cabo (CIC 2272; Ley Canónica
1398).
El efecto más notable de la excomunión
es la exclusión de la recepción o administración de los sacramentos, incluso de la confesión, ya que no puede haber reconciliación
de algunos pecados mientras no hay arrepentimiento de uno que sea mortal. (Canon 1331.1.2)
Se les prohíbe además ejercer oficios
o funciones eclesiásticas. Si la excomunión ha sido impuesta públicamente, todo intento de ejercer un oficio eclesiástico
es inválido.
Ya en el evangelio aparece la realidad
de la excomunión, es decir, la separación de la comunión de la comunidad eclesial. En Mateo 18,15-18 aparece una preocupación
por el pecador (vv.12-14), de oración (vv. 19-20) y de perdón (vv. 21-35). Es un proceso que debería acontecer en cada caso,
es decir, los hermanos en la fe tratan de animar a la conversión. Si no se convierte es expulsado de la comunidad. Se considera
esto como alejamiento de la misma salvación. Siempre hay que seguir rezando por el hermano (vv.19-20).
Con todo, ninguna pena es perpetua
sino es revocada cuando el pecador se convierte. En 1 Cor 5, 1-13 aparece claramente que esta separación es medicinal, es
decir, quiere ayudar al pecador a que deje de pecar.
San Pablo resalta que esta autoridad
le viene de Jesucristo, quien se la ha conferido y que se trata de un juicio que comporta la expulsión de la comunidad bien
para salvaguardar su santidad, bien para la salvación final del mismo pecador. La expulsión se hace sobre el supuesto de una
ruptura de relación con Dios por parte del pecador, pero con la esperanza de que esa ruptura no sea definitiva y de que, por
tanto, el excluido podrá obtener la salvación en el día del Señor.
Las razones en las Sagradas Escrituras,
como ha quedado asentado son: el naufragio en la fe (l Tim. 1, 20; l Jn 4, 2-6; 2 Jn 10-II) y la herejía (2 Tim. 2, 17-18).
La Iglesia, como sacramento de salvación,
es, por una parte instrumento a través del cual se establece ya el reino de Dios en la historia, y por otra, camina hacia
la plena realización del reino, lo anuncia y conduce a él. Cristo en el bautismo hace a los hombres hijos del Padre y miembros
de su cuerpo por el don del Espíritu, robustecido por la confirmación. Por la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor
se renueva continuamente y se profundiza la vida divina recibida.
La separación de la Iglesia como sacramento
de salvación y cuerpo místico de Cristo es separación del mismo Cristo, y por consiguiente la salvación se ve entonces en
peligro. En efecto, la comunión visible con la Iglesia es la manifestación y la verificación de la comunión invisible con
el Padre y el Hijo en el Espíritu. Donde se comprueba que si falta la segunda tiene que haberse roto la primera; y donde
una persona ha roto la primera, esto significa que ya no existe la segunda.
La expulsión del pecador se convierte
en una protección de la comunidad, pero también al mismo tiempo en un desenmascaramiento de la mentira en que vive el pecador.
La Iglesia declara entonces que, si la persona se encuentra en un estado de separación de Dios, no podrá salvarse hasta que
no se arrepienta.
En conclusión, la excomunión "interior"
se la procura el pecador mismo. Cualquiera que cometa pecado mortal se excomulga a sí mismo, es decir, se separa de Dios y
de la Iglesia y no puede recibir la comunión. Hacerlo sería un pecado más grave aún, un sacrilegio.
Los que han pecado gravemente, si se
mueren sin arrepentirse, irán al infierno. Los que han cometido pecado penado por la excomunión - entraña siempre un pecado
grave –, irán al infierno. Los primeros, para volver a la vida eterna y la comunión de los santos, nada más necesitan
arrepentirse y confesarse y podrán comulgar de nuevo. Los segundos, precisamente por la gravedad del pecado, para volver a
la vida eterna y a la comunidad de los santos necesitan primero recurrir a la autoridad competente para que le quite la excomunión.
Luego se podrá confesar y luego a comulgar. Esto no excluye que sea una misma persona que absuelva de la excomunión y del
pecado grave.
Todos --excomulgados exterior o interiormente--
pueden participar en la celebración de la eucaristía para escuchar la Palabra de Dios (a ver si se convierten de su pecado)
pero no pueden comulgar. Se supone que los excomulgados "exteriormente" no desempeñen función alguna como lector, comentador,
etc.
La Iglesia no pretende restringir el
ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado (Catecismo
2272).
La pena de excomunión siempre ha existido
en la Iglesia. Hay referencias a ella ya en los primeros concilios (ej. Nicea, 325d.C.). La pena de excomunión pública es
poco frecuente. El caso mas notable después del Concilio Vaticano es el del Arzobispo Lefebre (m.1991), quien comenzó un cisma
al consagrar obispos sin el permiso del Papa.
¿Quienes pueden ser excomulgados? Sólo los fieles católicos que cometen un grave delito que según la ley de la Iglesia
amerita esta gravísima pena.
¿Si alguien no es católico puede ser
excomulgado? No, pues excomulgar significa ser expulsado de la comun-unión, es
decir, pierde la unidad con la Iglesia. Alguien que no es católico no goza de esa comunión por lo tanto tampoco se le puede
privar de ella.
¿La excomunión es lo mismo que la condenación
eterna? No. La excomunión ciertamente pone en peligro mortal al alma del excomulgado,
pero en realidad, la excomunión tiene un sentido de misericordia. Es una forma en que la Iglesia hace ver al fiel cristiano
la gravedad del delito que ha cometido, tan grave que al cometerlo se ha excluido de la comunidad eclesial. Pero la excomunión
no es irreparable, si el fiel cristiano toma conciencia de la gravedad del delito, se arrepiente, da muestras sinceras de
este arrepentimiento y pide volver al seno de la Iglesia, el Obispo del lugar le puede levantar la excomunión y la persona
pude volver a ser recibida en la comunión de la Iglesia.
A continuación se reproduce un texto
prototipo de excomunión, que proviene de la Edad Media y ofrece una clara idea de la gravedad del estado de aquel que ha se
obtiene para sí, por sus actos, la excomunión “interior” o por dictado de obispo.
"Por la autoridad
de Dios Todopoderoso, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y la sin mancilla Virgen María, madre y patrona de nuestro Salvador,
y de todas las Virtudes Celestiales, Angeles, Arcángeles, Tronos, Dominios, Poderes, Querubines y Serafines, y de todos los
Apóstoles y Evangelistas, de los Santos Inocentes, que a ojos del Cordero son hallados dignos de cantar los nuevos cánticos
de todos los Santos Mártires y Santos Confesores, y de todas las Santas Vírgenes, junto con los Santos Elegidos de Dios, ¡que
él, (nombre del excomulgado), sea condenado!
"¡Lo excomulgamos
y lo declaramos anatema del umbral de la Santa Iglesia de Dios Todopoderoso. Lo aislamos, que sea atormentado, desechado,
y sea entregado con Datán y Abiram, y con aquellos que dicen al Señor, 'Apártate de nosotros, no deseamos ninguno de tus caminos';
como se apaga un fuego con agua, que la luz de él sea apagada para siempre jamás, a menos que le haga arrepentirse y dé una
satisfacción!
"¡Que el Padre,
que crea al hombre, lo maldiga!
"¡Que el Hijo,
que sufrió por nosotros, lo maldiga!
"¡Que el Espíritu
Santo, que se derrama en el bautismo, lo maldiga!
"¡Que la Santa
Cruz, a la cual Cristo, por nuestra salvación, triunfando sobre sus enemigos, ascendió, lo maldiga!
"¡Que la Santa
María, siempre Virgen y la Madre de Dios, lo maldiga!
"¡Que San Miguel,
el Abogado de las Almas Santas, lo maldiga!
"¡Que los Angeles,
Principados y Potestades, y todos los Ejércitos Celestiales lo maldigan!
"¡Que el glorioso
grupo de los Patriarcas y Profetas lo maldiga!
"¡Que San Juan
el Precursor, y San Juan el Bautista, y San Pedro, y San Pablo, y San Andrés, y todos los otros Apóstoles de Cristo juntos,
lo maldigan!
"¡Y que todo
el resto de los Discípulos y Evangelistas, que por su predicación convirtieron al universo, y la santa y maravillosa compañía
de Mártires y Confesores, que por sus obras son hallados agradables a Dios Todopoderoso, que el santo coro de la Sagrada Virgen
, quienes por el honor de Cristo, han despreciado las cosas de este mundo, lo maldigan!
"¡Que todos los
Santos desde el principio del mundo hasta las edades eternas, que sean hallados que son amados de Dios, lo maldigan!
"¡Que sea maldito
dondequiera que esté, sea en la casa o en el callejón, en el bosque o en el agua, o en la iglesia!
"¡Que sea maldito
al vivir y al morir!
"¡Que sea maldito
al comer y beber, al estar hambriento, al estar sediento, en el ayuno y al dormir y sentado, en el vivir, en el trabajo, en
el descanso, y.....al sangrar!
"¡Que sea maldito
en todas las facultades de su cuerpo!
"¡Que sea maldito
por dentro y por fuera!
"¡Que sea maldito
en su cabello; sea maldito en su cerebro y en su vértice, en sus sienes, en sus cejas, en sus mejillas, en sus mandíbulas,
en sus fosas nasales, en sus dientes y muelas, en sus labios, en sus hombros, en sus brazos, en sus dedos!
"¡Que sea maldito
en su boca, en su pecho, en su corazón, y accesorios, hasta el mismo estómago!
"¡Que sea maldito
en su .....y sus ...........en sus muslos, en su..........y sus ........... y en sus rodillas, y sus piernas, y sus pies,
y uñas de los pies! (las partes con puntos suspensivos se refieren a sus partes sexuales)
"¡Que sea maldito en todas sus coyunturas y articulaciones de los miembros; desde la corona de su cabeza
hasta las plantas de sus pies no haya salud!
"¡Que el Hijo del Dios viviente, con toda la gloria de Su majestad, lo maldiga!
"¡Y que el Cielo, con todos los poderes que se mueven en él, se levante contra él, y lo maldiga y lo condene,
a menos que se arrepienta y dé una satisfacción! ¡Amén! ¡Que así sea! ¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!"
A lo largo de los siglos la excomunión
ha sido usada de diversos modos y por motivos diferentes. Comprender su sentido correcto sólo es posible desde una correcta
visión acerca de la Iglesia en su doble dimensión humana y divina, y a la luz de la categoría teológica del pecado, que exige
una reparación y que puede ser perdonado por Dios. Además, muchos pecados enturbian la convivencia con los hermanos, o dañan
seriamente la justicia.
El anterior es un curioso texto de
excomunión que fue elaborado y publicado en la Edad Media y que ha “reaparecido” a lo largo del tiempo en contextos
variados, muy diferentes del que tuvo en sus orígenes.
El caso de la “Excomunión
de Rochester” (o “Maldición del obispo Ernulfo”), que hemos reproducido, es un texto que aparece en
el siglo XII y que ha sido reeditado en diversos contextos durante los siglos sucesivos.
Cabe señalar que cualquier castigo
o pena en la Iglesia católica tiene sentido sólo si está orientado al rescate de quien es castigado. En otras palabras, la
“Excomunión de Rochester” no puede ser leída nunca como una “sentencia al infierno”, sino como
una invitación a la conversión y al cambio. En ese sentido, unas breves frases de este documento, que hablan de la conversión
y de la penitencia, abren un horizonte al rescate de las personas que hayan podido cometer delitos graves.
7.- Existe además una determinación
extraordinaria de caridad, cuya potestad se establece con las mismas palabras de Cristo señaladas (Mt. 18, 15-20), que San
Pablo realizó en dos ocasiones, para enseñarnos la importancia del trabajo de la salvación de las almas: entregar el cuerpo del pecador al demonio, para que pueda salvar el alma.
La prescripción específica la establece el apóstol reprendiendo a los Corintios por su poca determinación para arrojar
de entre ellos a los malvados:
“Sólo se
oye hablar de inmoralidad entre vosotros, y una inmoralidad tal que no se da ni entre los gentiles, hasta el punto que uno
de vosotros vive con la mujer de su padre. Y, ¡vosotros andáis tan hinchados! Y no habéis hecho más bien duelo para que fuera
expulsado de entre vosotros el autor de semejante acción. Pues bien, yo por mi parte, corporalmente ausente, pero presente
en espíritu, he juzgado ya, como si me hallara presente al que así obró: que en nombre del Señor Jesús, reunidos vosotros
y mi espíritu, con el poder de Jesús Señor nuestro, sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de la carne, a
fin de que el espíritu se salve en el día del Señor” (1 Cor. 1-5).
Asimismo, existe otra referencia, en
la cual exhorta a Timoteo a mantener la firmeza y la determinación en el combate por Cristo, con una fe y conciencia recta,
advirtiendo que quienes han rechazado hacerlo de esta manera, no evitaron naufragar en la fe y se volvieron blasfemos:
“...entre
estos están Himeneo y Alejandro a quienes entregué a Satanás para que aprendiesen a no blasfemar” (1 Tim. 1, 18-20).
A
este respecto, Corrado Balducci explica:
“...en el poder sobre satanás concedido por
Dios al hombre, se encuentra también la facultad de mandar al demonio al cuerpo de un individuo: verdad confirmada, si se
quiere, por el hecho de que el diablo a quien se le ordena salir, muchas veces pide entrar en el cuerpo de otras personas” “...el uso de este poder tiene que tener un carácter de extrema cautela, y se
justifique sólo cuando: -Se trate de un pecador que por su obstinación merece semejante castigo. –Se tenga la intención
y la esperanza de contribuir así a la salvación espiritual del individuo. –Lo haga quien tiene una unión de autoridad
espiritual con el mismo. –Se haga sin la mínima intención de secundar la gran satisfacción que el demonio experimenta
al posesionarse de los cuerpos de los hombres, sino sirviéndose de él sólo como instrumento de la divina justicia y misericordia.
En práctica, pues, semejante poder lo podemos ver solamente a aquellos sacerdotes que, en virtud de un oficio pastoral, son
padres, jueces, médicos y responsables ante Dios de las almas que se les han confiado. Hay que hacer una excepción para el
poder carismático que no está unido a todas las condiciones expuestas, porque está movido directamente por inspiraciones divinas” (Corrado Balducci. Op. Cit. Pp. 195-196).
San
Pablo entregó al demonio los cuerpos de personas que de alguna manera se relacionaron con los cristianos. Uno por decirse
hermano pero manteniendo una vida pecaminosa al extremo, esto es, ultrajando con sus acciones, aquello por lo que se hizo
hermano de los que fueron hechos hijos de Dios por el bautismo. Otros por haber recibido la fe, no haber mantenido la rectitud
de la conciencia y haberse hecho blasfemos como efecto de ello, con su boca y sus acciones.
Reflexionando
sobre la respuesta que Cristo dio cuando se le preguntó ¿y quien es mi prójimo? (Lc. 10, 29), es necesario considerar que
toda persona que nos demos cuenta que necesita de una ayuda que le podamos brindar, se constituye en el prójimo.
Por
tal motivo, siendo la salvación del alma la principal ayuda que Cristo vino a traer al mundo, aquél que con sus actos la viene
rechazando, y en esto se haya mantenido por muchos años, convirtiéndose en un verdadero hijo del diablo; habiendo realizado
oraciones por él, sacrificios, consejos, reflexiones, reprensiones, la acción de entregar su cuerpo al demonio con el objeto
de que pueda salvar de su alma, es una acto de caridad.
En
el caso de los que tengan conciencia de esta medida y no la apliquen, --por miedo, desidia, irresponsabilidad, falta de fe,
aduciendo lo que sea para sus adentros-- con tal omisión de auxilio incurrirían en convertirse ante Dios, en una causa su
condenación, ya que le privó del medio necesario a su alcance para que tal persona considerara convertirse. Al menos se hace
necesario realizar físicamente tal entrega como narra San Pablo, ya que será
Dios quien permita que eso ocurra o no. Esta es la manera de librarse de responsabilidad, en caso de que tal sujeto se condene.
8-
Respecto de los
enemigos, el cristiano los bendice, ama y ofrece diariamente oración por quienes le persiguen, porque con ello asegura ser hijo del Padre Celestial (Mt. 5, 43-48; Rm. 12, 14).
Respecto de estos, los
que los persiguen, son precavidos y huyen de ellos, pero no les tienen miedo y dicen la verdad (Mt. 10,
16-23; 26-28); habla y calla cuando tiene que hacerlo, y movido por el Espíritu Santo (Mt. 10, 17-20; 26, 63; 27, 14). Soporta
los golpes y las injurias sin oponer resistencia y da al que le pide (Mt. 5, 39-42). Son precavidos frente a sus falsas doctrinas
(Mt. 7, 15-16) pero debate con ellos y proclama la verdad, denunciando sus errores (Jn. 7, 19, 39; 8, 12-20; 23-29; 33-58;
10, 19-20; 31-39; Mt. 15, 17).
Con relación al daño que quieren causar los enemigos y perseguidores, cuando quieren utilizar al demonio para ejecutarlo,
por medio de hechizos y maleficios, frecuentemente estos no les producen daño.
“...a menudo
los maleficios no alcanzan su objetivo por diversos motivos: porque Dios no lo permite; porque la persona afectada está bien
protegida por una vida de plegaria y de unión con Dios; porque muchos hechiceros son poco hábiles, cuando no simples farsantes;
porque el demonio mismo “mentiroso desde el principio”, como lo tilda el Evangelio, engaña a sus mismos seguidores”
(Garbiele Amorth. Op. Cit. P. 142)
Sin embargo, cuando sin culpabilidad
ni responsabilidad de su parte, Dios permite que sufran este tipo de embate, incluyendo la obsesión y la posesión, con todas
sus consecuencias que le pueden conducir hasta la muerte, a manos de los enemigos y de los que los persiguen,
se abrazan a esa cruz (Mt. 10, 38-39).
Es precisamente a manos de los enemigos
y de los perseguidores, --los cuales podrán incluso ser los hermanos carnales o de religión de cada uno, los padres y
los hijos de cada quien (Mt. 10, 21)-- que el cristiano obtiene la bienaventuranza de ser perseguido por causa de la justicia;
recibir injurias, mentiras y difamaciones; ser odiados, ser echados de un lugar, y ser despreciados a causa de Cristo, de
manera que cuando esto le ocurra, con toda certeza, está en posibilidad de alegrarse sobremanera, hasta dar saltos de gusto,
por hacerse semejante a los profetas y por el premio que ha de recibir (Mt. 4, 10-12; Lc. 6, 22-23).
Asimismo, según su estado de vida,
cumplen con las obligaciones que la justicia y caridad establece para responder debidamente ante el embate de los perseguidores
(Hech. 22, 25-29; 25, 8-12; Mt. 19, 3-12; Rm. 15, 2; 13, 1-7).
Es en todas estas relaciones del cristiano
con el resto de los hombres, que la vida divina crece en él, trabajando los talentos que Dios le dejó en custodia y administrando
debidamente su hacienda, hasta que Él regrese (Mt. 25, 30; 24, 45-51).
9.- Respecto de los hijos del diablo,
--los que no obran la justicia ni aman a su hermano (1 Jn. 3, 10), quienes habiendo gozado los bienes del mundo se entregaron
a ellos y depositaron en estos todo su amor (Lc. 16, 19-31; 12, 16-21), estos odian al cristiano, buscan su daño de todas
las formas que pueden hacerlo y la mentira es su forma de vida. El cristiano está conciente de que la vida de estos se desarrolla en el mismo lugar y tiempo que ellos en el mundo, hasta que sean separados unos de otros,
primero por la muerte de alguno y enseguida por el juicio final (Mt. 13, 24-30;
24, 29-31; 25, 31-46).
Con relación a estos, el cristiano
busca siempre su conversión y soporta sus embates, difamaciones, calumnias, daños, etc. Son sus enemigos, y como tales reciben
el trato del cristiano que Cristo mandó, esto es, orar por ellos y hacerles el bien. El cristiano no tiene sentimiento alguno
de adversidad en contra de ellos, ya que entiende por qué están en el mundo y que todo lo que tienen es todo lo que tendrán,
ya que se han entregado al demonio y existe la probabilidad de que al final rechacen a Cristo y por ello se condenen a sí
mismos.
La acción de los hijos del diablo respecto
de los hijos de Dios, muchas veces no es de oposición, sino de seducción, haciendo el oficio de tentadores del mundo. Su operación
respecto del cristiano es triple:
a) Enemigos del alma, siempre, ya
que con sus seducciones pretenden incorporar al cristiano al mundo del diablo;
b) Resortes de la virtud, para que
al rechazar las tentaciones que de ellos proceden, al soportar sus embates y ataques manifiestos y ocultos, el cristiano obtenga
mayor gracia santificante. Entre sus embates ocultos se pueden encontrar el mal a través del demonio, esto es, por magia,
brujería, sortilegios, etc.;
c) Resortes del ejercicio máximo
de la entrega a Cristo, ya que por sus tentaciones, embates tanto manifiestos como ocultos, el cristiano puede tener la oportunidad
de realizar una entrega heroica a Cristo, por un martirio prolongado y silencioso o cruento y sangriento.
En el transcurso de su vida, en su
relación con toda clase de personas, el cristiano llega a ser objeto de numerosas acechanzas por parte de los hijos del diablo.
“Muchas pruebas debe pasar el justo, pero de todas ellas lo libra el Señor” dice el Rey David (Sal. 34,
20). De tal magnitud puede ser el embate, a lo largo de los años, que se sienta abrumado y cansado, ante lo cual es necesario
cobrar ánimo, con la reflexión de que todo esto pasará y llegará el momento en que habrá pasado una eternidad y las penas
de hoy no se compararán con la bienaventuranza futura (2 Cor. 4, 17). Además, Dios no permite que nadie soporte pruebas superiores
a sus fuerzas (1 Cor. 10, 13). A este respecto aclara el Rey profeta: “no pesará el cetro del malvado sobre el lote
del justo, no sea que el justo extienda su mano a la maldad” (Sal. 124, 3).
Cabe señalar que el demonio suele dotar
a sus hijos de una simpatía y don de gentes extraordinario, y les es posible realizar los peores engaños a la vista de muchos,
los cuales muchísimas veces son evidentes, pero con su apariencia angelical y lengua sugestiva, incluso producen la sublimación
y el enamoramiento de quienes se relacionan con ellos.
Por esta razón es que son legión los
hijos del demonio que mantienen cautivados a masas en toda clase de relaciones y estructuras humanas. Ellos son capaces de
lograr que las personas que los rodean cometan las peores aberraciones solamente para lograr un poco de reconocimiento y aceptación
por parte del embaucador.
Además de su poder persuasivo que han
perfeccionado con la esencia de la mentira, el demonio les proporciona el poder de la obsesión diabólica y de la posesión
pasiva, para sujetar a quienes se les entregan.
Hay que mencionar que existe toda una
manifestación colectiva de los hijos del diablo, siendo anticristos, precursores del Anticristo, todos aquellos que salieron del seno mismo de la Iglesia (1 Jn. 4, 1-6).
Asimismo, como hijos del diablo, hay
quienes se integran en sectas desde las cuales en el secreto y con apariencia de hombres de bien, realizan pactos con el diablo,
misas negras y aquelarres, con ritos particulares y muy bien camuflajeados como presentaciones de ritos antiguos y ancestrales
de conocimiento.
De ello se ha acusado y anatemizado
en diversas épocas a la masonería y sectas afines. Hoy en día persiste la excomunión
en contra de quienes pertenezcan a esa organización.
Aquí conviene aclarar que, como estableció
muy bien Geroge Orwell, en su libro “The Animal Farm”: “todos los animales son iguales, pero unos
son más iguales que otros”. Este dicho aplica a todos los círculos de poder que hay en todas las estructuras humanas
y significa que el poder real en un grupo humano, lo tiene un pequeño grupo de personas que entre ellas tienen similitud de
posiciones y de intereses en el mundo. Esto es regla para toda estructura humana y por tanto a los gobiernos y a las iglesias.
En la masonería no se duda que existan
personas muy honorables, como en todas las agrupaciones humanas. Sin embargo, a lo largo de la historia se han denunciado
grupos pequeños de control, que se han desempeñado como verdaderos brujos, magos y hechiceros, entregados al demonio, que
vienen gobernando a la secta para conducir los destinos de la humanidad, mediante sus círculos de poder económico, político,
social y religioso, hacia el advenimiento del Anticristo, que es su “gran maestro”, al servicio del demonio,
su verdadero maestro y fundador de la primera logia, el cielo, con los rebeldes, y la segunda en el paraíso terrenal, con
las cuales transmitió sus misterios y conocimientos ocultos.
En la Iglesia ocurre algo similar con
los hijos de Judas. Son aquellos que independientemente del cargo, dignidad o
ministerio que desempeñen se han entregando a satanás mediante pactos explícitos, implícitos o de hecho, y son obsesos y/o
poseso pasivos. Pertenecen a esta clase los pederastas, simoniacos, avaros, homosexuales, abortivos, adúlteros, idólatras,
etc. Y toda clase de personas que utilicen la religión con el objeto de alcanzar metas personales ilegítimas. A semejanza
de su padre, no se separan de la asamblea hasta el momento de su muerte.
Todos estos constituyen la sinagoga
de satanás (Apoc. 2, 9) y vienen preparando la manifestación del Anticristo, a quien el demonio entregará el poder de hacer
muchos prodigios. Su llegada señalará el momento de la siega cuando Dios separará el trigo de la cizaña (Mt. 13, 30).
Asimismo, el crimen organizado, el
narcotráfico y todas las formas de mentira y homicidio organizadas, pertenecen al demonio, por ello, así como matan, están
dispuestos a morir y la mayoría de sus integrantes saben que sirven al demonio y que a su muerte irán al infierno y así lo
han aceptado.
Hay un momento cumbre del reinado de
satanás, al parecer inminente, cuando con el Anticristo y su profeta, establezcan la “abominación de la desolación”
(Mt. 24, 15), será el momento en que en todos los rincones de la tierra se establecerá el dominio de este personaje, el cual
realizará a través de los hijos del diablo, que durará tres años, para posteriormente ser precipitado al infierno por el soplo
de la parusía de Cristo (Apoc. 19, 15, 19-21).
Para mayor referencia, Luis Eduardo López Padilla analiza y describe profundamente
en sus libros, la acción de la masonería negra y el Anticristo en el mundo. Recomendamos ampliamente su lectura y reflexión.
Solamente diremos que la acción de
este sujeto es levantarse contra todo lo que se dice Dios y colocarse en el lugar santo, para hacerse adorar como dios, a
quien Cristo, con su soplo, precipitará al infierno, junto con todos los malvados de este mundo. Ello constituirá el juicio
de las naciones, para inaugurar, enseguida, el reino de los mil años, para el cual resucitará a los justos, todos los de Cristo,
para reinar con Él en la tierra. Después resucitará a los malvados también, para el
juicio universal y sepultarlos en la segunda muerte, la muerte eterna. Tras ello Dios será todo en todos.