Los Hijos del Diablo

V. Cristo, vencedor del demonio

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V.  Cristo, vencedor del demonio

Cuando el demonio se reveló en el cielo y fue expulsado, no por esto afectó al plan de Dios respecto de la centralidad de Cristo para quien todo fue hecho. Sin embargo, con relación al mandato de Dios para el hombre, cuando este decidió escuchar al diablo en lugar de obedecer a Dios, con su desobediencia y su pecado, se entregó a sí mismo a la muerte.

 

Más grave aún, entregó a Cristo, el Hijo del Hombre, a la muerte, ya que si Dios se hacia hombre, --como efectivamente ocurrió-- ese hombre tendría que morir, víctima de la elección por el pecado de sus primeros padres Adán y Eva, quienes así se convertían en homicidas de toda la humanidad y de Cristo, ya que lo habían entregado a este destino desde antes de venir al mundo, sin saberlo.

 

Desde este punto de vista, su pecado no era menor que el del homicida desde el principio y de los que hicieron sufrir a Cristo y le dieron muerte en la Cruz, cosa que les quedó patente al presenciar el desenvolvimiento de la historia hasta que Cristo fue a sacarlos del Seno de Abraham.

 

Sin embargo, Cristo quiso entregarse Él mismo a esta muerte, con toda la libertad de aquel que conociendo al hombre desde la eternidad, sabía que iba a desobedecer, iba a entregarse él mismo a la muerte y con ello también a Él, por ese pecado original.

 

Más aún, que esa desobediencia encerraba la semilla de todos los pecados de todos los hombres y  que cada hombre lo entregaría a la muerte con cada uno de sus innumerables pecados (Heb. 6, 6), de manera que la segunda Persona de la Santísima Trinidad quiso hacerse hombre, sufrir y morir por cada pecado de cada hombre, destruyendo así, al hombre pecador y dando cumplimiento, de una vez por todas y para siempre, a la pena “sin remedio” señalada por Dios para la desobediencia (Gn. 2, 17). Luego de ello, resucitar glorioso y,  con este acto, establecer la verdadera naturaleza del hombre, recreándolo a imagen y semejanza de Dios, en sí mismo, y participando de esta naturaleza a quienes lo reciban.

 

Precisa el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica:

 

“385 Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza -que aparecen como ligados a los límites propios de las creaturas -, y sobre todo a la cuestión del mal moral. ¿De dónde viene el mal? "Quaerebam unde malum et non erat exitus" ("Buscaba el origen del mal y no encontraba solución") dice S. Agustín (conf. 7,7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida en su conversión al Dios vivo. Porque "el misterio de la iniquidad" (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la luz del "Misterio de la piedad" (1 Tm 3,16). La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia (Cfr. Rm 5,20). Debemos, por tanto, examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor (Cfr. Lc 11,21-22; Jn 16,11; 1 Jn 3,8).”

 

De esta manera, en el acto en que Dios ordenó: “... del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él,  morirás sin remedio” (Gn. 2, 17), sabiendo que el hombre le desobedecería y que nada podía hacer en su favor (Apoc. 12, 2; Gn. 3, 22-24; Jn. 15, 4-5), estaba decretando su voluntad no solo para todo el género humano (Rm. 5, 15-19), sino especialmente para Cristo, en quien se guardaba la verdadera imagen y semejanza de Dios (Col 1, 15, 17): estaba decretando la destrucción del cuerpo del pecado por la muerte, debido a que por la desobediencia, se perdería la semejanza de Dios con la que creó al hombre.

 

La muerte era necesaria al hombre para que pudiera ser recreado (Gn. 6, 3-7, 13; 8, 22-23;  Rm. 8. 28, 32; Col. 1, 18; 20; Ef. 2, 4-5; 1, 4-11; Flp. 2, 8; 1 Ped. 2, 24) y perfeccionada su naturaleza (Flp. 2, 8-9; Heb. 29, 9-13). Siendo Cristo el alfa y omega, el primero en todo, para quien todo fue hecho (Apoc. 22, 13; Col. 1, 16, 19; 1 Cor. 15, 27), era el único capaz de realizar esta obra y de consumar también el mandato de la destrucción final de la muerte (1 Cor. 15, 26, 54; Is. 25, 8).

 

Con este acto, la segunda persona de la Santísima Trinidad estaba manifestando su aceptación eterna (Fil. 2, 6-8; Heb. 10, 5-7) de obtener el perdón para el hombre; redimirlo (Gn. 3, 15; Lc. 23, 34; Rm. 5, 20-12; Tito 2, 14; Heb. 8, 12) y como instrumento de propiciación (Rm. 1, 25) entregar su vida humana a la muerte, para hacerse el primero entre los muertos (Col. 1, 18), cargar con la maldición por la desobediencia y con toda la culpa de todo pecado humano (Gn 3, 17-19; Is. 52, 13-53, 12; Gal. 3, 13-14).

 

Saldará de esta forma la cuenta de la desobediencia del hombre (Col. 2, 14, 13), y resucitará a su humanidad con el verdadero cuerpo glorioso, creado  ahora, por su obediencia, --análoga a su oficio de ser fiel reflejo del Padre—con la verdadera imagen y semejanza de Dios (Gn. 1, 26; Heb. 2, 10-18; 9; Ef, 2, 10); Jesucristo consumará, con su obediencia, la voluntad eterna de la Trinidad de crear al hombre a su imagen y semejanza. Con este acto participará su naturaleza, de Hijo de Dios,  a los que le aman (1 Cor. 15, 54; Jn. 1, 12-13) y recreará así, todo el universo y reconciliará  todas las cosas consigo mismo (2 Cor. 19).

 

“1851 En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (Cfr. Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados”. (Catecismo Oficial de la Iglesia Católica).

 

La consecuencia del pecado, la muerte, será entonces, con la redención que realizará Cristo, una condición necesaria para que el hombre obtenga la vida nueva de Cristo (2 Tim. 2, 11; Col. 3, 3).

 

“¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si nos hemos hecho una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; más su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. (Rm. 6, 3-11).

 

Es así, que cuando Dios estableció su primer mandato al hombre (Gn. 2, 17), estableció también la forma en que consumaría por Cristo y en Cristo, su voluntad de crear al hombre a su imagen y semejanza (Gn. 1, 26; Col. 1, 15), la cual realizó con la muerte y resurrección de Cristo, a quien con este hecho constituyó como sumo sacerdote (Heb. 4, 14; 5, 5-10; 7, 21-22, 24-25; 8, 1-2), que le adora en espíritu y en verdad (Jn. 4, 23) con un culto eterno e infinito (Heb. 7, 26-27; 9, 12-14, 27-28), al cual incorpora en sí mismo a todos los que le aman y que en su amor fueron santificados (Heb. 10, 14).

 

Esta voluntad de Dios de entregar a la muerte a su hijo para redimir al mundo (Jn. 3, 16), la estableció como un sacrificio eterno (Hb. 7, 15-17, 21) por el que los hombres, unidos a Él –con Él y en Él—(1 Ped. 2, 9)  ofrecen el cuerpo y la sangre de Cristo mediante la Eucaristía (Mt. 26, 26-28; Jn. 6, 48-58; 1 Cor. 11, 26), que es verdadero alimento de Dios para el hombre, para que tenga la vida eterna.

 

A este respecto, el catecismo oficial de la Iglesia Católica señala:

 

“1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (Cfr. Lc 15). El ángel anuncia a José: ‘Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados’ (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: ‘Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados’ (Mt 26, 28)”.

 

Es así que en su primer mandato al hombre, Dios estableció la muerte como consecuencia de la desobediencia, la cual, asumida por Cristo, es el medio de la redención, de la resurrección, medio para recrearlo todo (Jn. 12, 24; Apoc. 21, 5-6). Los que le aman, deben morir al pecado, por el bautismo, y volver a nacer  a una vida nueva en el Espíritu Santo (Jn. 3, 5-6), crucificando y dando muerte a la carne y sus obras, junto con Cristo (Gal. 5, 24; Ap. 2, 10b, 11b; Sir. 4, 33).

 

Apunta el Catecismo Oficial de la Iglesia Católica:

 

“1847 “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín, serm. 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. ‘Si decimos: «no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia’ (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma san Pablo, ‘donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos ‘la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor’ (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

La conversión exige el reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: ‘Recibid el Espíritu Santo’. Así, pues, en este ‘convencer en lo referente al pecado’ descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. (DeV 31).”

 

Sin embargo, la muerte fuera de Cristo, es la muerte del pecado (Mt. 8, 21; Ap. 20, 6; 21, 8). La muerte en Cristo es vida para los que le aman y la muerte de los que no quisieron seguirle a la gloria es el castigo irremisible decretado para los réprobos (Mt. 25, 41).

 

Por todo esto, de ninguna manera el pecado modificó los planes de Dios. Queda para la incomprensión actual del hombre y por lo cual aún en la Jerusalén celeste Dios le enjugará lágrimas de sus ojos (Apoc. 21, 4), entre otras cosas, darse cuenta que el hombre entregó a Cristo, su amado, a la humillación, el sufrimiento y la muerte, y que desde antes Él sabía que eso haría el hombre, y por su inmenso amor (Mt. 17, 22; Jn. 3, 16), así aceptó la muerte y el suplicio por todos los pecados del hombre; lo levantó, lo curó de sus heridas (Lc. 10, 25-35), reconstituyendo en si mismo a la humanidad, gloriosa, con la verdadera y perfecta imagen y semejanza de Dios (Jn. 20, 17).

 

“389 La doctrina del pecado original es, por así decirlo, "el reverso" de la Buena Nueva de que Jesús es el Salvador de todos los hombres, que todos necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo. La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (Cfr. 1 Cor 2,16) sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo.” (Catecismo Oficial de la Iglesia Católica)

 

Si bien Cristo vino a “deshacer las obras del diablo” (1 Jn. 3, 8), su obra no se reduce a esto, ya que la redención del género humano es una obra mayor que la creación misma, por lo que dimensionar lo que Cristo ha hecho por el hombre, no tiene proporción en la mente y en la comprensión de los hombres y de los ángeles: por esto resulta mas apropiado expresar que, mientras con la creación del universo, Dios se complació por que todo era bueno (Gn. 1, 31) con su obra redentora rinde gloria infinita a Dios y a sí mismo, de la forma absoluta y apropiada a su dignidad, su justicia, su poder, su amor y a todos los atributos de su ser divino (Jn. 17, 1, 4).

 

Es en esta obra que Cristo vence siempre al demonio, desde que se encontró la iniquidad en su ser.

 

“La derrota de Satanás tiene lugar precisamente en la muerte de Cristo. Aún antes, mientras se iba reafirmando su reino, había dicho Jesús: “Yo veía a satanás caer del cielo como un rayo (Lc. 10, 18). Y la víspera de su pasión afirmaba: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el principe de este mundo será echado abajo. Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi. (Jn. 12, 31-31; Cfr.r.. 14, 30). Y San Pablo escribe: Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él (Jesús) de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir;  al diablo” (Hb. 2, 14). Y este dominio del mundo que satanás se había atrevido a ofrecerle, ahora pertenece a Cristo resucitado, que apareciéndose a los discípulos en Galilea declara: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18)”. (Corrado Balducci. Op. Cit. Pp. 48-49).

 

Señala el padre Gabriele Amorth:

 

“No tienen ningún sentido las disputas teológicas en las que se pregunta si Cristo hubiera venido sin el pecado de Adán. Él es el centro de la creación, el que compendia en sí a todas las creaturas: las celestiales (ángeles) y las terrenales (hombres). En cambio sí se puede afirmar que, a causa de la culpa de los progenitores, la venida de Cristo adquirió  un  significado particular: vino como salvador. Y el centro de su acción está contenido en el misterio pascual: mediante la sangre de su cruz reconcilia a Dios con todas las cosas, en los cielos (ángeles) yen la tierra (hombres).

 

“De este planteamiento cristocéntrico depende el papel de toda creatura. No podemos omitir una reflexión respecto de la Virgen María. Si la creatura primogénita es el Verbo encarnado, no podía faltar en el pensamiento divino, antes que cualquier otra creatura, la figura de aquella en la que se llevaría a efecto tal encarnación. De ahí su relación única con la Santísima Trinidad, hasta el punto de ser llamada, ya en el siglo II, “cuarto elemento de la trinidad divina”. Remitimos a quien quiera profundizar  en este aspecto a los dos volúmenes de Emanuele Testa: María Terra Virgine (Jerusalén 1986).

 

“Cabe hacer una segunda reflexión acerca de la influencia de Cristo sobre los ángeles y los demonios. Sobre los ángeles: algunos teólogos creen que sólo en virtud del misterio de la Cruz los ángeles fueron admitidos en la visión beatífica de Dios. Muchos santos padres de la Iglesia han escrito interesantes afirmaciones. Por ejemplo, en san Atanasio leemos que también los ángeles deben su salvación  a la sangre de Cristo. Respecto a los demonios, los Evangelios contienen numerosas aseveraciones: a través de la cruz, Cristo derrotó el reino de Satanás e instauró el reino de Dios. Por ejemplo, los endemoniados de Gerasa exclamaron:  “Quien te mete a ti en esto, Jesús, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí a atormentarnos antes de Tiempo? (Mt.8, 29). Es una clara referencia al poder de Satanás con el que Cristo acabó progresivamente; por eso aún dura y perdurará hasta que se haya completado la salvación, porque han derribado al acusador de nuestros hermanos (Ap. 12, 10)...

 

“A la luz de la centralidad de Cristo se conoce el plan de Dios, que creó todas las cosas buenas “por él y para él”. Y se conoce la obra de Satanás, el enemigo, el tentador, el acusador, por cuyo influjo entraron  en la creación el mal, el dolor,  el pecado y la muerte. Y de ahí se desprende el restablecimiento del plan divino, llevado a cabo por Cristo con su sangre”. (Gabriele Amorth. Op. Cit. Pp. 18-19).

 

Con su sangre Cristo destruyó el reino de Satanás e instauró su reino ( Jn. 12, 31). Cristo es el liberador de los oprimidos por el diablo (Hech.10, 38), no solamente referido a los posesos, sino los oprimidos por el mal, el  dolor y la muerte, accidentes que no son obra de Dios, sino consecuencia de la rebelión de los ángeles y el pecado de desobediencia del hombre, quien con este acto se sometió al demonio, y sometió al universo al desorden y dio potestad al demonio sobre el mundo. Cristo ha restablecido la obra de Dios y destruido la obra de Satanás, el pecado y la muerte.

 

Es por Cristo y solamente gracias a Él que en todo momento queda descubierto el demonio y sus planes, y es el mismo Cristo quien lo vence desde el inicio hasta el fin y se manifiesta desde el principio como aquél que redime al hombre del pecado.

 

Al aparecer la primera señal de Nuestro Señor Jesucristo, en el cielo (Apoc. 12, 1-2), para ser vista por los ángeles, la mujer que lo dará a luz “...grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz”, de lo que se deduce que dicho sufrimiento corresponde a la redención que habrá de llevar a cabo el Hijo de Dios, y no solo a los dolores del parto como se conocen por la mujer en la tierra.

 

Esto es porque el dolor del parto y del dar a luz a Cristo es con relación a su misión de redentor (Mt. 12, 47-50; Lc. 11, 27-28), al momento de verlo padecer y padecer con Él en el calvario (Lc. 2, 35), hasta la luz de la resurrección.

 

Esto quiere decir que el misterio de la iniquidad en el hombre estaba contemplado desde la eternidad y que independientemente de la tentación del demonio en el paraíso terrenal, estaba descontado que el hombre caería en el pecado de la desobediencia, y que con la redención, el hombre sería recreado (Jn. 10, 27; Mt. 18, 14) mediante la encarnación de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, su pasión, muerte y resurrección.

 

De allí la probabilidad de que aunque Adán y Eva no hubiesen pecado, probablemente lo hubiese hecho cualquiera de sus hijos y/o cualquier hombre al paso de las generaciones, y que igualmente Cristo hubiese redimido a esa  parte de humanidad pecadora (Mt. 18, 12-14).

 

En consecuencia, si Luzbel no se hubiese rebelado y apartado de la verdad, considerando el tipo de señal aparecida a los ángeles, se deduce que el hombre podía pecar y de hecho lo hizo al principio, o que cualquiera de los hombres después, y su descendencia sería pecadora, e igualmente Cristo le hubiera redimido (Gn. 18, 32; Mt. 18, 12; Jn. 10, 11).

 

Retomando los hechos, al principio de la creación, en el cielo, Cristo, --la palabra que se revela como hijo de la mujer vestida de sol—pone al descubierto la iniquidad del príncipe de este mundo y sus planes, y es en ese acto que se revela su verdadera naturaleza como dragón rojo (Apoc. 12, 1-9), la cual había engendrado en sí mismo por la mentira soberbia, la envidia, la avaricia y todos los demás pecados, en el mismo acto de aparecer la señal del cielo, de la mujer vestida de sol que va a dar a luz.

 

Es por virtud de Cristo, que San Miguel Arcángel arroja del cielo al diablo y sus huestes rebeldes, porque en ese momento, se convierten en ángeles de Cristo, quien así los llama a participar el día del juicio final: “sus ángeles” (Mt. 25, 31).

 

Ya en la tierra, Cristo es vencedor en todos los embates del demonio: en la matanza de los santos inocentes (Mt. 2, 13-18); en las tentaciones del desierto (Mt. 1, 4-11); en las asechanzas para distorsionar su mensaje (Mt, 16, 23) y en los complots para matarlo (Jn. 8, 44).

 

Además Cristo ejerce su autoridad para liberara a los posesos (Hech. 10, 38), y siempre vence al demonio y lo expulsa: en Cafarnaum (Mc. 1, 21-28; Lc. 4, 31-37); en el caso del epiléptico endemoniado (Mt. 17, 14-18; Mc. 9, 14-9; Lc. 9, 33-45); de la niña cananea (Mt. 15, 21-28; Mc. 7, 24-30); en el caso del demonio mudo (Mt. 9, 32-34; Lc. 11, 14) y en el caso de los posesos de los sepulcros (Mc. 5, 1-20; Mt. 8, 28-34; Lc. 8, 26-39). Resalta el caso de María Magdalena (Lc. 8, 2; Mc. 16, 9).

 

Cristo ejerce su autoridad sobre el demonio al conferir el poder de exorcistas a sus discípulos (Mc. 6, 13; Lc. 9, 11; 10, 18-20; Mc. 16, 17-18; Hech. 6, 16-18; 9, 11-12).

 

Durante su pasión, la hora del poder de las tinieblas (Lc. 22, 53), referida a las acciones que el diablo y los hombres infligieron en la humanidad del Salvador, presenta su verdadero significado y trascendencia gloriosas, --ocultas al diablo-- cuando con esta pasión venció de manera definitiva y realizo el juicio de este mundo y del demonio (Jn. 16, 11), ya que fue echado afuera (Jn 12, 31) y cuando se realizó la salvación (Jn. 12, 47), hasta un grado de dolor supremo en la experiencia humana de Cristo expresada en el abandono de Dios (Mt. 27, 46), ya que esto es el pecado en el hombre; el hombre frente a su pecado que es al mismo tiempo el abandono más absoluto de Dios. EL hombre le da la espalda a Dios y en consecuencia, Dios le da la espalda al hombre, al menos por un momento. Esta experiencia va más allá de lo que el demonio pueda infligir al hombre. 

 

Cristo se hizo pecado por nosotros (2 Cor. 5, 21); de manera real, absoluta, total y en extremo verdadera, hasta las últimas consecuencias y con todo detalle, recogiendo toda la culpa de todo pecado grande y pequeño,  se ofreció, soportó, sufrió y le dolió el castigo de todos y cada uno de los pecados de todos los hombres, sin olvidar uno solo, hasta aquellos más ocultos (Is. 53, 4-12).

 

Sufrió y murió por todos la muerte que merece el pecado de cada uno. Así también soportó el sufrimiento infligido por el diablo y por los hombres que se han entregado a él,  contra los justos. Cristo es vencedor.

 

Pero Cristo va más allá, porque el dolor supremo no consiste en sufrir el hecho que la conciencia sea velada por el demonio en la prueba del desierto, que parece como una especie de abandono de Dios.

 

Este abandono es de otra naturaleza (Mt. 27, 46; Sal. 21,2) porque es real, ya que existe en el momento en que el hombre se da cuenta, al ser iluminado por Dios,  --o en el momento de la muerte cuando ha recibido sentencia condenatoria para toda la eternidad-- que se ha separado de Él por el pecado. Tan alejado de Él se ve, que el alma experimenta tal abandono por haber pecado, que tanto se ha alejado por la propia voluntad de Dios, que se ha hecho realidad para el alma el temor de que Él, cuyo amor hemos rechazado, nos ha dado la espalda.

 

No existe dolor más grande que este, el del abandono de Dios. Cristo vivió el de todos los hombres por cada pecado que hemos cometido.  Con este hecho, el vencimiento y la destrucción de las obras del demonio por Cristo han sido superados por su amor verdadero por nosotros, que ante esta realidad que contemplaremos en la vida futura, es que la única expresión posible que el hombre tendrá para Él, lo representan las lágrimas, las cuales Él mismo enjugará (Apoc. 21, 4). Las obras del diablo frente al amor de Dios por el hombre, expresado en la redención, son insignificantes.

 

Por eso, Cristo ha venido a buscar no a justos, sino a pecadores (Mt. 9, 13), hasta quienes se hayan hecho poseso del diablo por sus pecados e hijos del diablo (Lc. 8, 2), quienes conociendo cual es la verdadera condición del hombre, --de pecador, de profundo pecador, que incluso se ha entregado a los peores y más grotescos vicios del pecado en el que se ha solazado-- quiere ser salvado por Cristo, aceptando su invitación a la vida (Jn 16, 8; Lc. 15, 11-24; Sal 50, 3-7). 

 

En los cristianos, es también Cristo el que vence al demonio (Jn. 15, 5-6);  al final de los tiempos, será el quien con el soplo de su parusía, precipitará en el infierno al Anticristo y su profeta (Ap. 20, 19-21) y tras el reinado de mil años, luego de que sea soltado por breve tiempo el diablo, nuevamente será Cristo quien lo precipite para siempre (Apoc. 20, 7-10).

 

“La consumación de la obra salvífica de Dios se manifestará en la Parusía del Hijo, en cuyo día Cristo se revelará como Imagen viviente del Padre con toda luminosidad ante el universo, por ser el resplandor de la gloria y la impronta de la esencia de Dios no sólo en el poder de la creación del cosmos, sino también en el de la segunda creación, la justificación del hombre (Heb 1, 1-4)”  (Salvador  Vergues, SJ., José María Dalmau, SJ. Op. Cit. P. 121).

 

Cristo libertador y vencedor, lo es para siempre y Él, para quien fue hecha toda la creación recibe la adoración de todas las creaturas: “Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos” ( 2 Filip. 6-11).

 

Esta es la naturaleza de la misión de Cristo en el mundo, que le dio el Padre, desde toda la eternidad.

 

“Una persona envía a otra cuando en alguna manera le comunica su voluntad de que ejerza algún efecto exterior. Contiene, pues, toda misión una relación entre la voluntad de la persona que envía y la de la enviada, y otra relación al efecto a que es enviada”. (...)  “Al trasladar este concepto a lo divino, hallamos que el primer elemento, la comunicación de la voluntad del que envía al enviado, por ser única la voluntad de las Personas divinas, no puede ser otra cosa que la comunicación que tiene lugar en la procesión (esto es, en el acto eterno en el que el Padre engendra al Hijo). La misión, por lo tanto, si es propiamente tal, incluye la procesión”. (...) “Así, pues, la misión de las divinas Personas, aunque en conjunto es temporal, por incluir un elemento de este orden, tiene como constitutivo un elemento eterno y primordial, la procesión”. (Salvador  Vergues, SJ., José María Dalmau, SJ. Op. Cit. P. 524-525).

 

De este fundamento se desprende que, desde el análisis de las procesiones en la Santísima Trinidad, la voluntad de Dios de hacerse hombre es más inmediata y connatural respecto del acto eterno de la procesión mediante la cual el Padre engendra al Hijo y el Hijo es engendrado por el Padre, que la del como hacerse hombre, que corresponde a la creación del universo, ya que primero es el ser y posteriormente el modo de ser.  En el caso de Dios cuyo ser es eterno, la voluntad de hacerse hombre determina a la voluntad de la creación, y es por eso que toda la creación se orienta a Cristo.

 

Respecto de lo anterior, que es el tema principal referido a Cristo, se sigue el modo de realizarlo, por liberal y amorosa disposición divina. Este modo se encierra en María, que es mediadora de todas las gracias y triunfadora de Satán desde el principio de su ser, ya que fue concebida en Gracia.

 

VI. María, triunfadora de Satán.

 

“María es Madre de los miembros del Salvador, porque, en virtud de su caridad, Ella ha cooperado al nacimiento de los fieles de la Iglesia. María es el molde viviente de Dios, es decir: sólo en Ella se formó al natural el hombre-Dios sin perder, --digámoslo así—ningún rasgo de su divinidad: y sólo por Ella puede transformarse el hombre –de un modo adecuado y viviente—en Dios, en cuanto es capaz la naturaleza humana por la Gracia de Jesucristo” (San Agustín. Citado en Legio Mariae. Manual Oficial de las Legión de María. Publicado por Concilium Legionis Mariae. De Montfort House. Dublin 7 Irlanda. 1997).

 

“Quien es Ésta, que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla? (Cant. 6, 10).

 

Respecto de las citas anteriores, cabe poner como antecedente lo que el padre Gabriele Amorth expresa claramente, fundado en lo que Dios revela a través de San Pablo, con relación al misterio cristocéntrico y señala que de este “depende el papel de toda creatura” (Op. Cit. P. 18).

 

Esta dependencia de actos, por tanto, nos debe remitir a Cristo como principio y fin de todo cuanto existe, y es el mismo San Pablo quien hace referencia al papel de los cristianos en la creación de Dios, en su carta a los Romanos, lo cual es en este sentido perfectamente aplicable a la Santísima Virgen María:

 

“Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera  el primogénito  entre muchos hermanos; y a los que predestinó a ésos también los justificó, a esos también los glorificó” (Rm. 8, 29-30).

 

En este sentido, Dios conoce a cada hombre que ha existido, que existe y que existirá. Conoce toda la vida de cada uno, todos sus pensamientos y sentimientos, todas sus acciones buenas y malas. Conoce lo más profundo de su ser, y la libertad completa, las motivaciones profundas por las que el hombre en su acto libre decide amar a Dios, cumplir sus mandatos, o rechazarlo.

 

Con este conocimiento, ha dotado a todos y a cada uno de sobrados auxilios para que el hombre pueda salvarse, aunque sepa que muchos los rechazarán, y otros los aceptarán, y conoce esos actos y motivaciones profundas por las que cada uno toma una decisión u otra.

 

Así, a los que de antemano conoce en sus actos libres y que con todas las ayudas que les brinda para salvarse le aman, los predestina a reproducir la imagen de Cristo, los justifica y los glorifica.

 

Entre todos estos, sobresale a Santísima Virgen María, por su caridad, de manera que es la única que encontró gracia delante de Dios (Lc. 1, 29-31), por lo cual la predestinó a ser la madre de Dios y por tanto el cofre de todos sus decretos, el cofre hecho de virginidad donde se deposita el plano original de toda la creación y de la redención (Mc. 3, 32-35). Por esto, por los méritos de la redención de Cristo,  no solamente está libre de pecado, sino llena de gracia, y así es concebida en los planes de Dios en toda la eternidad.

 

En el caso de la Santísima Virgen María, esta relación de Dios de conocimiento esencial, de predestinación, justificación y glorificación, es en calidad de  libre de pecado y llena de gracia, Madre de Cristo, Madre de Dios, colaboradora en la creación, la encarnación de Cristo, la redención y todas las demás obras de Dios hasta que Él lo sea todo en todos. Ese es el oficio que le asignó por ser la que halló gracia delante de Él y fue la única que presentó, entre todos los seres humanos de todos los tiempos, las condiciones necesarias para haberla obtenido.

 

En esta calidad es que el conocimiento, la predestinación, la justificación y glorificación de que habla San Pablo, se da en María, que por ello ha sido constituida esencialmente con aquella sustancia que Dios hizo necesaria en Ella para ser su madre: la virginidad, de la que es fuente el mismo Cristo. Por esta virginidad, que se llena de gracia, --porque la atrae irresistiblemente como su depósito-- se constituye como el molde original e irresistible de Cristo, del Dios hecho Hombre; Madre de Dios, y así, de todo plan de la Santísima Trinidad y de toda forma de relación de Dios con sus creaturas y de las creaturas con su creador.

 

Este hecho que queda claro para aquellos que Dios a predestinado para que le den gracias por el misterio que encierra, resulta piedra de tropiezo paras muchos cristianos que se han separado de la obediencia del primado de los obispos, que es el Papa, por razón de su rebeldía sustentada en la soberbia.

 

Les está vedado comprender que el autor de todo cuanto existe lo es también de la maternidad, y que esta no se puede colocar por encima de Él por razón del proceso natural que Él mismo ha dado a dicha maternidad.

 

El hecho de que María sea Madre de Dios no significa que sea más que Dios como argumentan para desacreditar esta obra muchos cristianos separados de la comunión del Papa, por su percepción de que Dios no pueda tener madre aunque quisiera. Más bien con este hecho Dios realiza plenamente la voluntad de darse a Sí mismo a una madre que es creatura, porque pudo hacerlo y le dio la gana hacerlo, ya que Él es el inventor y conservador de la maternidad, mediante la cual quiso revelar su principal misterio, el de Cristo, a los ángeles y al hombre (Apoc. 12, 1-2, 5-6).

 

Tal es su poder, que puede hacerlo y así lo hizo, lo que viene a ser escándalo de los que pretendan señalar que es imposible que Dios tenga madre, ya que para Dios no hay imposibles (Mc. 10, 27).

 

“494 Al anuncio de que ella dará a luz al "Hijo del Altísimo" sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo (Cfr. Lc 1, 28-37), María respondió por "la obediencia de la fe" (Rm 1, 5), segura de que "nada hay imposible para Dios": "He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 37-38). Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y , aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención (Cfr. LG 56):

Ella, en efecto, como dice S. Ireneo, "por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano". Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar "el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe". Comparándola con Eva, llaman a María `Madre de los vivientes' y afirman con mayor frecuencia: "la muerte vino por Eva, la vida por María". (LG. 56).

495 Llamada en los Evangelios "la Madre de Jesús"(Jn 2, 1; 19, 25; Cfr. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como "la madre de mi Señor" desde antes del nacimiento de su hijo (Cfr. Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios ["Theotokos"] (Cfr. DS 251).

496 Desde las primeras formulaciones de la fe (Cfr. DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido "absque semine ex Spiritu Sancto" (Cc Letrán, año 649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra:

 

Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): "Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (Cfr. Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (Cfr. Jn 1, 13), nacido verdaderamente de una virgen, ...Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato ... padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente" (Smyrn. 1-2).

 

497 Los relatos evangélicos (Cfr. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38) presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas (Cfr. Lc 1, 34): "Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo", dice el ángel a José a propósito de María, su desposada (Mt 1, 20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un Hijo" (Is 7, 14 según la traducción griega de Mt 1, 23).

 

498 A veces ha desconcertado el silencio del Evangelio de S. Marcos y de las cartas del Nuevo Testamento sobre la concepción virginal de María. También se ha podido plantear si no se trataría en este caso de leyendas o de construcciones teológicas sin pretensiones históricas. A lo cual hay que responder: La fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos (Cfr. S. Justino, Dial 99, 7; Orígenes, Cels. 1, 32, 69; entre otros); no ha tenido su origen en la mitología pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe que lo ve en ese "nexo que reúne entre sí los misterios" (DS 3016), dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta su Pascua. S. Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este vínculo: "El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios" (Eph. 19, 1;Cfr. 1 Co 2, 8).

499 La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María (Cfr. DS 427) incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre (Cfr. DS 291; 294; 442; 503; 571; 1880). En efecto, el nacimiento de Cristo "lejos de disminuir consagró la integridad virginal" de su madre (LG 57). La liturgia de la Iglesia celebra a María como la "Aeiparthenos", la "siempre-virgen" (Cfr. LG 52).

 

500 A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús (Cfr. Mc 3, 31-55; 6, 3; 1 Co 9, 5; Ga 1, 19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José "hermanos de Jesús" (Mt 13, 55) son los hijos de una María discípula de Cristo (Cfr. Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como "la otra María" (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (Cfr. Gn 13, 8; 14, 16;29, 15; etc.).

 

501 Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende (Cfr. Jn 19, 26-27; Ap 12, 17) a todos los hombres a los cuales, El vino a salvar: "Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rom 8,29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre" (LG 63).

 

502 La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres.

503 La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios (Cfr. Lc 2, 48-49). "La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre ...; consubstancial con su Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestras humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas" (Cc. Friul en el año 796: DS 619).

504 Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque El es el Nuevo Adán (Cfr. 1 Co 15, 45) que inaugura la nueva creación: "El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo" (1 Co 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios "le da el Espíritu sin medida" (Jn 3, 34). De "su plenitud", cabeza de la humanidad redimida (Cfr. Col 1, 18), "hemos recibido todos gracia por gracia" (Jn 1, 16).

505 Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe "¿Cómo será eso?" (Lc 1, 34;Cfr. Jn 3, 9). La participación en la vida divina no nace "de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios" (Jn 1, 13). La acogida de esta vida es virginal porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana con relación a Dios (Cfr. 2 Co 11, 2) se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.

 

506 María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe "no adulterada por duda alguna" (LG 63) y de su entrega total a la voluntad de Dios (Cfr. 1 Co 7, 34-35). Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador: "Beatior est Maria percipiendo fidem Christi quam concipiendo carnem Christi" ("Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo" (S. Agustín, virg. 3).

 

507 María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia (Cfr. LG 63): "La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo" (LG 64).” (Catecismo Oficial de la Iglesia Católica).

 

Es así, que en la señal que aparece en el cielo para que sea vista por los ángeles y para que sea conocida por los hombres; la mujer vestida de sol con la luna bajo sus pies, no aparece sola, sino que está embarazada de Cristo, esto es, que Dios presenta a las dos personas juntas, no separadas, por lo que los oficios de ambos en su creación están relacionados desde toda la eternidad (Apoc. 12, 1-2) porque Él así lo quiso.

 

En virtud de esta relación eterna de Cristo con la Santísima Virgen María, por esto hubo quienes señalaron la “relación única con la Santísima Trinidad, hasta el punto de ser llamada, ya en el siglo II, “cuarto elemento de la trinidad divina” (Gabriele Amorth. Op. Cit.P. 18).

 

Ello se funda en la maternidad divina de María, ya que en el acto que Dios quiso hacerse hombre y así lo consumó, con este acto se dio una madre, la cual lo es de la persona completa, de Cristo, que es Dios verdadero y Hombre verdadero, y no repudia su naturaleza divina trinitaria, sino que en Él se encuentra el Padre (Jn. 14, 9-11; 17, 22-23) y el Espíritu Santo en ambos, de quienes procede (Jn. 16, 7-11; 15).

 

Con la acción de darse una madre, por la cual María es verdadera Madre de Dios, también la hizo madre de todos los que son de Cristo, que es uno con su Padre y uno con sus discípulos, ya que ellos están en Él y Él en ellos (Jn. 17.23).

 

Por lo tanto, las diferencias que existen son las de oficios y de naturalezas; una que es operadora de los planes de Dios como causa infinita y sobrenatural, que es Cristo, y la otra que es creatura asociada con Dios, que es colaboradora por elección y determinación de Dios para la realización de todas sus obras, principalmente de la redención. Así la revela en el capítulo 12 del Apocalipsis.

 

Consecuencia de esto, María es vencedora de Satán, porque la Santísima Trinidad eligió relacionarse con sus creaturas a través de María y siendo que los demonios son creaturas, la acción que les corresponde, esto es, el ser vencidos y ser quebrantados de su cabeza (Gn. 3, 14-15), ocurre siempre por María, aún cuando los cristianos vencen las tentaciones que les pone el enemigo.

 

De esta manera, como madre de Dios, “siendo la Virgen María una persona enteramente singular, trasciende a todas las demás, y constituyendo ella sola un orden aparte, justamente le corresponden privilegios singulares que a ninguna otra persona humana o angélica pueden convenir” explica el padre Antonio Royo Marín (La Virgen María. Op. Cit. P. 46).

 

Agrega Royo Marín, citando a Gabriel María Roschini:

 

“Lo primero que tenemos que hacer para tener una idea exacta de María es separarla de todas las demás cosas creadas. Ella es un mundo por sí, con su centro, con sus leyes enteramente propias. Por encima de Ella no está más que Cristo. Y bajo Ella están todas las otras cosas, visibles e invisibles, materiales, espirituales y mixtas. En la vasta escala  de los seres y de su dignidad, Ella constituye un orden aparte, incomparablemente superior, no solo al orden de la naturaleza, sino también al de la gracia y al de la gloria, puesto que pertenece al orden hipostático”. “Esta singularidad de María deriva como de fuente primaria de la singularísima misión  que ha recibido de Dios, esto es, de la misión de Madre del Creador y de las creaturas. La singularidad de misión exigía en Ella, la singularidad de privilegios, como la singularidad de un fin exige, lógicamente, la singularidad de medios aptos para obtenerlo” (La madre de Dios según la fe y la teología. Op. Cit. Pp.46-67).

 

Precisa que, como es sabido,

 

“en el conjunto universal de todos los seres creados, la teología distingue tres órdenes completamente distintos, en orden ascensional de perfección: el orden puramente natural (al que pertenecen incluso los minerales, vegetales y animales irracionales); el orden sobrenatural de la gracia y de la gloria (al que pertenecen los hombres y los ángeles elevados por Dios a ese orden gratuito incomparablemente superior al puramente natural), y el orden hipostático, que es el relativo  a la encarnación del Verbo, que pertenece de manera absoluta solamente a Cristo (Dios y hombre en una sola persona divina) y de una manera relativa a la Santísima Virgen (por la relación esencial que existe entre una madre y a su verdadero hijo)” (Op. Cit. Pp.46).

 

Dada la singularidad de María, es necesario reiterar que la relación de Dios con las creaturas es a través de Ella. No existe otra manera de relacionarse con Dios sino a través de María. Así, en referencia al demonio, toda potestad exorcística que tengan los hombres, es dada por María, quien constituida madre de Dios, fue concebida en gracia y con este hecho ha quebrantado la cabeza del demonio, sin que este sepa porque y como ha ocurrido esto.

 

Ello se debe a que el molde original de todo y de la redención, que es María, por ser la que guarda el molde único de Cristo, es inalcanzable e incomprensible para el resto de los seres que de este original de planos han salido, y solamente puede accederse a Ella por libre consagración de amor y participar de su virginidad para poder engendrar a Cristo en nosotros, así por la amorosa e incansable búsqueda de todos los hombres que Ella realiza, para llevarlos a Cristo, la cuales constante e incluso contra toda concepción de racionalidad.

 

En el caso de los demonios, que salieron buenos de este molde, se hicieron malos a sí mismos, hasta transformar su naturaleza de manera que la mentira y el homicidio son su constitutivo esencial de ser (Jn. 8, 44), por lo que el grado de incomprensión, confusión y sometimiento de los demonios respecto de Ella, que es la impronta de la verdad en la creación,  es absoluto. Por esto la relación de los demonios respecto de la Santísima Virgen María es que siempre su cabeza les sea quebrantada y ser vencidos, confundidos, sometidos.

 

Siendo que la perfecta imagen de Cristo radica en María, los cristianos que por su ordinaria imitación obtengan la perfecta imagen de Élla en su alma, tendrán la perfecta imagen de Cristo, y con este hecho estarán consumando la sentencia que el creador dio a la serpiente de que la descendencia de la mujer le quebrantará la cabeza cuando se acerque para ponerle asechanzas (Gn. 3, 14-15).

 

Pero al igual que en el caso de Cristo, la acción de María deja muy por debajo las obras del demonio, por lo que viene a prevalecer el regalo amoroso de Dios en Ella para el hombre, ya que si Él quiere entregarse al hombre, con esta entrega le da el  medio y el modo por el que lo hace perfectamente, y comparte su mas preciado tesoro, que es el cofre mismo que lo contiene, sin el cual es incontenible.

 

Como en el resto de la obras por las que se obtiene la participación divina, resulta imposible obtener los tesoros de Dios sin el cofre que los contiene, y quien pretenda hacerlo, puede ser que pueda tener una u otra joya, pero ni siquiera podrá conservarla, porque es de Dios, y los tesoros de la divinidad nada los puede contener sino solamente el contenedor que Él mismo ha hecho para es propósito. Aquel que posea ese cofre podrá tener al tesoro completo de Dios, y este sagrario y arca de la Alianza es María.

VI. La acción del diablo